El miedo en nuestro mapa
Recientemente tuve una hermosa experiencia de viaje, una experiencia que como siempre me hace crecer y conocerme a mí mismo, enfrentarme a mis propios miedos o temores así como inseguridades. Y es que el miedo es la mayor sombra que uno puede arrastrar, la cadena más pesada que le tiene atado al conservadurismo, a la cotidianidad, monotonía y con ello el morir en vida. Es el velo negro que no deja ver más allá de aquello más próximo y quizá sea tu peor cárcel.
Uno de los regalos más preciados que he tenido fue el “Atlas del Mundo de las Vivencias” de la editorial Casariego. Un atlas donde se sitúan las vivencias y experiencias y donde los topónimos son sentimientos inherentes a uno mismo. Uno de ellos sería el miedo; ese abismo que se puede encontrar en los acantilados, en las profundas simas, en la niebla de una costa rocosa sin faro, en la ignorancia ante las costumbres ancestrales de pueblos indómitos… Porque la geografía y con ella el viaje son también “sensaciones, emociones y vivencias”. Lo interesante es cual de estas experiencias son las capitales de nuestro país, nuestro paisaje, nuestro escenario. Cómo estas nos pueden gobernar para bien o para mal.
Viaje a las geografías prohibidas
Cuando decidí descubrir geografías prohibidas de nuestra Europa, ya pensé que no iba a ser fácil pues me adentraba en lo que para el Mundo (ONU) y el Occidente “civilizado” eran lugares hostiles o enemigos: en este caso viejos territorios autónomos de la antigua URSS. Pequeños y periféricos territorios que hoy la brillante geoestrategia del zar Vladimir Putin ha convertido en estados títeres para defender los bordes geográficos de la Gran Rusia. Pero habría más: el Monte Athos prohibido a lo femenino, El Chipre Turco prohibido a lo ortodoxo heleno, la Transnistria prohibida a lo latino y católicorumano, El Kosovo panalbano y antiserbia y la Srpska república panserbia y antialbanesa, Transnistria prohibido a lo latino o las Feroe prohibidas a la UE y sus formas uniformadoras de la economía…
El planteamiento del viaje ya me llevó a consultar fuentes de recomendaciones oficiales de países occidentales y en especial las del Ministerio de Exteriores de España. Obviamente las poco constatadas directrices eran encarecidamente no visitar ni Abjasia ni Osetia del Sur, territorios que se separaron de la ya uniforme Georgia… De hecho esta minoría dentro de un territorio autónomo (abjasios) nunca se sintieron bien en el seno de ese nuevo estado de la antigua Iberia. No hay que olvidar que el nacionalismo georgiano, un estado amenazado por la gran Rusia, también unificó culturalmente pueblos como los mingrelianos (vecinos de los abjasos), montañeses esvanos/suanos o pueblos litorales lazuríes (lazuri) de Ayaria. El argumentario del MAEC era adentrarse en un lugar no reconocido (no aclaraba que sí lo reconocen un puñado de estados encabezados por Rusia), un lugar sin orden, donde campean las mafias y el crimen organizado… Vamos el poder hierático del más fuerte. Quizás sí pero ni yo ni mi compañero de viaje lo supimos ver ni tampoco tuvimos la suerte o desgracia de encontrarlo. Quizás el más evidente poder era la enorme embajada rusa en Sukhumi, la capital. Para mafia los clubes nocturnos de Tbilisi, la turística capital georgiana donde saquean hasta el último lari (moneda oficial de Georgia) a los turistas de buena fé: iraníes que aquí relajan encorsetadas costumbres pero también europeos supuestamente más libertarios.
El comercio interesado de difundir o entretener con el miedo
Yo siempre supe que donde los medios de comunicación occidentales avisaban de peligro y metían el miedo en el cuerpo en definitiva eran lugares más seguros que los que vendían como marca turística. Es el caso de Costa Rica y su comparación con Nicaragua. Quien diría que durante mucho tiempo ha sido más segura Nicaragua que Costa Rica? Pues nadie. El argumento fácil para tachar a Nicaragua de insegura era por pobre, supuestos emigrantes conflictivos, revolucionaria, comunista… Pero lo principal: desconocimiento.
O sólo o con un buen compañero de viaje hay que emprender estos viajes de conocimiento de geografías ignotas y supuestamente peligrosas. Ante el ego de viajar sólo, un buen compañero de viaje amortigua la soledad sobretodo en momentos difíciles y además se comparte la experiencia y el enriquecimiento mutuo intentando no invadir intimidades o momentos de autoreflexión. Un buen compañero de viaje ayuda también a arriesgar y explorar en compañía aminorando la sensación de riesgos, miedos y ataduras. La conjunción de voluntades lleva al surrealismo mágico y conocimiento incluso de momentos más kitchs del viaje: como el sentarse en un restaurante y no saber palabra pues la carta está en ruso y los camareros sólo hablan ruso. Por lo tanto, tocaba jugar a la ruleta rusa en la elección de cada plato. O visitar un enigmático y nutrido laboratorio de macacos en estas desconocidas tierras al amparo del Cáucaso, cuyo fin e intención aún nos quedaron por descubrir.
Ante la incertidumbre o el miedo: La Georgia de los conflictos y de los refugiados
La globalización permite volar a lugares insospechados por un coste irrisorio y así lo hicimos desde Barcelona a Kutaisi, la segunda ciudad de Georgia y próxima (a dos escasas horas) de la frontera con Abjasia, en realidad la frontera imaginaria entre el mundo orquestado postsoviético y el mundo deshilvanado de la UE.
Al llegar pasada la medianoche dormimos en Zugdidi, otra importante localidad georgiana que tuvo un glorioso pasado como capital de la Mingrelia (hoy parcialmente ocupada por los abjasios en el último enfrentamiento bélico). Zugdidi ahora es una ciudad que respira con contención anímica y cierta decadencia económica, a lo que se suma el hecho de que ha tenido que acoger a los desplazados en esta guerra fraticida. Los campos de refugiados tanto de los desplazados de Osetia del Sur como los desplazados de Abjasia son normales a lo largo de la carretera principal que atraviesa Georgia. Uno de los más curiosos lugares es Tskaltubo, cerca de Kutaisi. Lo que fue un prestigioso centro de aguas termales en la época de Iósif Stalin es desde 1993 un fantasmagórico y dejado lugar donde se hacinan miles de personas y familias que sufrieron la fatal contienda. Los niños juegan a pelota en los elegantes, ahora decadentes pasillos que vieron pasar a uno de los grandes dictadores del mundo. Stalin nació en la no muy lejana Gori, que es escenario de la americana de película “Cinco días de Guerra” y que recrea otra de las guerras fratricidas en Georgia: la de Osetia. Todavía hoy su frontera se mueve cada noche metros arriba metros abajo, a designios y caprichos del poderoso imperio del norte.
Sin irme por los Cerros de Úbeda…Esa noche me apareció el miedo que se aferraba a mis inseguridades ante lo desconocido, a mi propia constitución cultural y cimientos inseguros… Nos dejarán entrar? Tendremos problema? Y una vez dentro, nos dejarán salir? Perderé el equipo fotográfico? Existirán bandas asesinas y de traficantes de personas y órganos?… Uf! Menudo desasosiego que viendo dormir plácidamente a mi compañero de viaje no sé si merecía la pena seguir reproduciendo. Y más para vivir el primer día en Abjasia con ojeras, a medio gas, anclado en la resaca del temor.
Y llegó el día para empezar para cruzar la frontera del miedo
Llegó el día y dejamos las instalaciones de aquel hotel funcional y con aires heredados del pasado régimen soviético. Paseamos para comprobar el ritmo de vida de esta ciudad que ahora es de frontera para dirigirnos rumbo al límex, esa línea imaginaria que trazaba el lecho del caudaloso río Enguri. Río que nacía en los Cárpatos y moría en el mar Negro y que tenía el difícil cometido de separar un territorio antes unido. No dejaba de venirme a la mente la surrealista y triste película georgiana “The other bank» donde su director se recrea en la marginación de un niño refugiado abjasio que volverá a su tierra en búsqueda de su padre, de su patria perdida.
En un sórdido descampado dejamos el coche y nos dirigimos al puesto fronterizo: Mis temores y nerviosismo otra vez aparecieron como si fuera un fantasma en medio de un lúgubre paisaje. Dudas que se apoderaban de mí ante un trasiego de personas donde el luto y la vejez eran un común denominador. El trato en la parte georgiana fue burocrático pero correcto y simplemente supuso una llamada, entiendo al Ministerio del Interior, para poder certificar y dejar el paso a lo que ellos consideran parte integrante de su territorio. Matzurcas o furgonetas se encargaban de pasar a las personas por ese algo más de un kilometro de tierra de nadie y que surcaba el gran lecho del río que aquí tenía dos brazos cuya pesca era rentabilidad de pescadores. Esas gentes que no entienden de límites y que plácidamente dejan pasar las horas mirando a la magnífica y esplendorosa barrera montañosa del Cáucaso. Antes los empleados de la frontera preguntaron, como es ya universal, por el fútbol: la Champions y, como no, por el Barça. Eso hizo más distendida la espera de la deseada autorización. El miedo por ahora fue fácilmente derrotado. Una caseta de víveres donde los hombres toman cerveza y vino es parada obligatoria para cambiar euros a rublos rusos que es la moneda de uso corriente al otro lado del río. Curiosamente el euro aquí es despreciado por el apoyo de Europa a Georgia y el dólar apreciado, pues sería la moneda de cambio aceptada. El cambio por supuesto tendrá la penalización que la robusta tendera mingreliana nos conceda.
Pasamos unas barricadas de los militares georgianos y el largo puente del río hasta la frontera de Abjasia. Una de las escenas más trágica de citada película discurre aquí. Si el topónimo Abjasia es exótico no lo es menos la sugerente bandera donde aparece una mano abierta que afortunadamente no nos indica “stop”. La mano es un viejo ídolo nacional abjasio y las rayas blancas y verdes así como las 7 estrellas, las regiones en las que se divide tradicionalmente su territorio nacional. Entiendo que no está incluido los terruños alrededor de Gali y que es propiamente Mingrelia o Georgia y que se ganó a los georgianos en la última contienda.
Y por fin con la emoción de confrontar el miedo, viendo el miedo ajeno
Una mezcla de miedo y emoción discurría por mi cuerpo y mente pues ya estábamos en aquel territorio maldito por Occidente… qué pasaría a partir de aquí? En una improvisada garita nos solicitan el permiso que se ha de pedir desde orígen a las autoridades abjasias para entrar en el país y con ello el pasaporte, que queda sellado y marcado muy a pesar mío. Digo muy a pesar porque las autoridades georgianas no reconocen ningún mandato abjasio y menos en un pasaporte. Afortunadamente era necesario para comprobar que se pasó por el único corredor fronterizo con Georgia y no se vino de Rusia por el otro paso fronterizo que conecta con la famosa localidad balnearia de Sochi.
Esperando otra nueva autorización el miedo ahora era ajeno. En ese corredor de alambradas se agolpaban damas negras con pasaportes de diverso color (entiendo abjasio y/o georgiano pero porqué no ruso u osetio) o con salvaconductos. Las miradas idas de sufrimiento y dolor encarnado en sus arrugadas caras no dejaba lugar a dudas que nos adentrábamos en la tragedia y la destrucción. Aquellas damas negras necesitaban estar siempre en juntas, tocándose, tarareando palabras sin sentido para sentirse vivas. Parecían tener prisa y angustia por pasar una línea imaginaria dibujada ahora sí por otro paso donde revisaban mercancías y custodiado por robustos soldados rusos de diferentes procedencias geográficas.
Una vez revisado nuestro pasaporte, unas preguntas de rigor en lo que sería el soldado funcionario de otra garita, el último habitante del Planeta que hablaba inglés… Después de la exclamación: español o catalán?!, la más deseada y a la que todos los soldados de alrededor prestaron atención: “Barça o Madrid?”. Misteriosamente las damas de la tragedia desaparecieron como si aquello fuera una conversación estúpida y surrealista, como si el pertrechado enemigo, aquel que marcó fronteras las asustara más si cabe.
Abjasia, un país maldecido por la destrucción y la tragedia
Ya sí estábamos en aquel país (cuatro veces más pequeño que Cataluña pero con características físicas similares) que sólo reconocía Rusia, Venezuela, Nicaragua así como algún pequeño estado insular de Oceanía a punto de desaparecer que se dejó seducir por la diplomacia Putin.
Un enjambre de taxis y coches esperaban mercancías y personas, muchas damas de la tragedia se dirigían a la castigada Gali, el principal núcleo de ese episodio y desde allá a alguna morada rural donde seguro al menos había la sombra de una víctima.
El sol empezaba a perder fuerza y con ello aparecían la oscuridad y la sombra del miedo en un país maldito. Negociamos con un supuesto taxista el traslado a Sukhumi, la capital. El precio era correcto atendiendo que se trataba de un trayecto de más de una hora, pero eso sí, el idioma de nuestro interlocutor era ruso o quizá abjasio, como sería ya una norma, lo que redujo una posible primera conversación de interés a unos simples saludos de cortesía y breves indicaciones sobre la dirección de nuestro hospedaje. El sol se desplomaba abrasando campos ahora yermos donde asomaba el amenazante macizo del Cáucaso con sus cumbres cubiertas de nieve. Mi propia película, la que se proyectaba ante mis ojos, iba a ser de guerra y destrucción; líderes mesiánicos militares triunfadores y indefensas víctimas a lo largo de los arcenes de la carretera. Entre ellas el retrato donde estaba enterrada una muchacha asesinada en la cuneta cubierta por la bandera abjasa. Entre la lúgubre penumbra del bosque de ribera resplandecía su cara para avisar de que algo terrible pasó en los valles laterales, aquellos que surcan y suben hacia el padre Cáucaso. El miedo me oprimió el corazón y sólo se atenúo esa opresión al ver a mi compañero de viaje durmiendo exhausto imagino de haber descansado poco y de la tensa experiencia.
El rudo conductor apenas me permitía tomar fotografías y sólo le entendía algo como “gay”. Yo pensaba: “no entiendo lo que me dices, pero por supuesto y a mucha honra!” Y era consciente que ser gay aquí, en tierra de hombres irredentos, es un sacrilegio. A todo eso grandes vallas metálicas indicaban con fotografía las víctimas, entiendo que de este bando de la contienda. Por ahora del país sólo me sorprendía la destrucción y el olor a muerte de sus nutridos cementerios. Pero sabía que Abjasia era más que aquel rincón de oscuro donde los hombres sacaban sus más sucios instintos.
Abjasia sin miedo: donde el Cáucaso se funde con el Mar Negro.
El nombre de Abjasia me sugiere del majestuoso Cáucaso (donde procedían nuestras razas occidentales), me hace soñar del legendario lago Ritsa, allá colgado en los inexpugnables contrafuertes del Cáucaso; del otro Monte Athos esta vez no prohibido al sexo femenino; este nombre exótico me hablaba de ciudades balnearias reflejadas en el Mar Negro, de grandes complejos industriales abandonados… Efectivamente eso estaba ahí con su decadencia pero ya sin miedo. Como sin miedo la gente paseaba por el interminable litoral marítimo de Sukhumi; iba al teatro, tomaba sus tés y bebía vino abjasio. Desde un balcón del modernista hotel Ritsa contemplaba el atardecer en el Mar Negro, me giré y detrás no había sombra sólo luz. Aquel miedo inducido, aquel miedo inherente había desaparecido y con ello aumentaban mis ganas por descubrir, experimentar y conocer más aquel enigmático país donde Stalin tenía su dacha de verano. Mis ganas de sentirme vivo despreciando el miedo.
Un brindis por el viaje y por los privilegios que tenemos los occidentales, los que tenemos por suerte de nacimiento o por lucha, abrían un periplo por un país prohibido de la Europa más remota y olvidada. Aquella tierra mítica de los griegos, la Cólquida del Vellocino de Oro. La de aquellos aguerridos hombres y mujeres que cómo indica el topónimo eran generosos como su fértil tierra. Los abjasios que por caprichoso devenir de la geopolítica ahora son mayoría (junto a los rusos, armenios así como un puñado de esvanos y mingrelios) en un territorio donde vivían diversos pueblos caucásicos, pero también de la antigua Rusia zarista y el posterior imperio soviético. Cuando veía en las carreteras aquellas campesinas y damas negras vendiendo cítricos me transportaba a esa película antibelicista que recordaba la ridícula tragedia de la guerra en estas tierras: “Las Mandarinas”.
El último día viajamos al lago Ritsa, una aguerrido y poco temeroso taxista nos condujo hacia las intimidades del Cáucaso . Cuando nos adentrábamos en las cavidades más profundas de aquel paisaje onírico y fantasioso la nieve y el hielo cubrían la pista. El miedo del occidental bien acostumbrado volvió a encoger el corazón, no llegaríamos y menos vivos. La pericia y la falta de miedo hizo que de manera milagrosa llegásemos a aquel apartado paraíso digno de un cartel publicitario. Una improvisada comida con un chacha o fuerte licor que reaviva muertos acabó de coronar aquel mágico momento que supo a poco.
La vuelta a la frontera: unas tres horas fue maratoniana y aquí demostró nuevamente el conductor abjasio que el miedo no era su filosofía. Con una conducción suicida y castrense hizo que llegásemos a la frontera antes de su cierre cuando el manto negro de la noche ya se cernía sobre nosotros.
A la vuelta del periplo por este apartado país de Europa cruzamos la frontera de noche, cuando los duendes se apoderan de las mentes, cuando un frío aliento de miedo cruza aquel río. Unas risas y murmuros me recuerdan que aquellos pescadores quizá son la hechicera Zqarichidida, una figura mitológica mingreliana erigida en la mujer del río. Aquella anciana dama de negro que tantas tragedias vio en esta frontera imaginaria. Y es que el miedo más esclavo, aquel que nos encarcela en vida, es no saber enfrentarnos a nuestras propias inseguridades.